miércoles, 18 de marzo de 2009

COMENTARIO PARA LA REALIZACION DEL VIDEO


El poema que elegimos es:

AHORA ES CUBA.

Pablo Neruda.


¿PORQUÈ ELEGIMOS ESTE POEMA?

Este es un poema que habla de la realidad de un país, y del estilo de vida que han tenido que llevar muchas personas aunque no sea de su total agrado pues conlleva mucha crueldad y un estilo de vida forzàdondolos a tener que salir de su país buscando esa libertar que a la que todo ser humano tiene derecho desde el momento en que es concebido, sin embargo en esa búsqueda pierden lo mas valioso la misma vida, y los que logran conseguir esa libertad, siguen amando a su país.

La idea para el video es mostrar la diferencia que existe tanto económicamente como socialmente, desde mostrar la facilidad que tienen muchos de poder comprar algo o de movilizarse dentro de un lugar, y mostrar el otro lado de la moneda por así decirlo, con imágenes que nos muestran las limitaciones o la pobreza que alguien este viviendo, pero también mostrar imágenes de la belleza de un país y la calidez que muchos de sus habitantes no han perdido a pesar de que llevan un estilo de vida forzado.

miércoles, 11 de marzo de 2009

POEMAS, CUENTOS Y RIMAS

POEMAS, CUENTOS Y RIMAS

El milagro secreto

Jorge Luis Borges

Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261.

La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.

El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.

El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.

Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)

Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.

Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.

Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.

Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.

Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...

El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.

El universo físico se detuvo.

Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.

Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.

No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.

Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.









La isla a mediodía
Julio Cortázar

La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a la pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes, Greece», repuso la americana con un falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el steward se enderezó sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente mediodía.
A Marini le gustó que lo hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el paisaje era menos lúgubre que en las líneas del norte y las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy poco. Sí, muéstremela la próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los circuitos turísticos. «No durará ni cinco años», le dijo la stewardess mientras bebían una copa en Roma. «Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier momento, Gengis Cook vela.» Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.

Ocho o nueve semanas después, cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre parientes o dolores; un día fue otra vez a la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo trató de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana; el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por mes, el domingo).

Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso azul.

Ese día las redes se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar mirando el avión. «Kalimera», pensó absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres días estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación interminable con el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer entre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios. Los muchachos rieron cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.

Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco ácido mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación que era también un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia la orilla.

El sol lo secó enseguida, bajó hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.

Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en dos. Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después, con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un motor.

Cerrando los ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar; pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podía servir la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. «Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la isla, y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.

La noche boca arriba

Julio Cortázar

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.


A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.



Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.






Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer

siempre habrá poesía.

... hoy la he visto ...

... poesía eres tú.

... por un beso ...
asomado a las profundas simas ...

... por saber lo que a otros ...

Volverán las oscuras golondrinas ...
No sé lo que he soñado ...

Una mujer me ha envenenado ...

¡Quién fuera luna, ...




Poemas de Pablo Neruda

PLENOS PODERES

A puro sol escribo, a plena calle,
a pleno mar, en donde puedo canto,
sólo la noche errante me detiene
pero en su interrupción recojo espacio,
recojo sombra para mucho tiempo.

El trigo negro de la noche crece
mientras mis ojos miden la pradera
y así de sol a sol hago la llaves:
busco en la oscuridad las cerraduras
y voy abriendo al mar las puertas rotas
hasta llenar armarios con espuma.

Y no me canso de ir y de volver,
no me para la muerte con su piedra,
no me canso de ser y de no ser.

A veces me pregunto si de dónde,
si de padre o de madre o cordillera
heredé los deberes minerales,

los hilos de un océano encendido
y sé que sigo y sigo porque sigo
y canto porque canto y porque canto.

No tiene explicación lo que acontece
cuando cierro los ojos y circulo
como entre dos canales submarinos,
uno a morir me lleva en su ramaje
y el otro canta para que yo cante.

Así pues de no ser estoy compuesto
y como el mar asalta el arrecife
con cápsulas saladas de blancura
y retrata la piedra con la ola,
así lo que en la muerte me rodea
abre en mí la ventana de la vida
y en pleno paroxismo estoy durmiendo.
A plena luz camino por la sombra.









PIEDRAS ANTÁRTICAS

Allí termina todo
y no termina:
allí comienza todo:
se despiden los ríos en el hielo,
el aire se ha casado con la nieve,
no hay calles ni caballos
y el único edificio
lo construyó la piedra.
Nadie habita el castillo
ni las almas perdidas
que frío y viento frío
amedrentaron:
es sola allí la soledad del mundo,
y por eso la piedra
se hizo música,
elevó sus delgadas estaturas,
se levantó para gritar o cantar,
pero se quedó muda.
Sólo el viento,
el látigo
del Polo Sur que silba,
sólo el vacío blanco
y un sonido de pájaros de lluvia
sobre el castillo de la soledad.




SONETO XXIV

Amor, amor, las nubes a la torre del cielo
subieron como triunfantes lavanderas,
y todo ardió en azul, todo fue estrella:
el mar, la nave, el día se desterraron juntos.

Ven a ver los cerezos del agua constelada
y la clave redonda del rápido universo,
ven a tocar el fuego del azul instantáneo,
ven antes de que sus pétalos se consuman.

No hay aquí sino luz, cantidades, racimos,
espacio abierto por las virtudes del viento
hasta entregar los últimos secretos de la espuma.

Y entre tantos azules celestes, sumergidos,
se pierden nuestros ojos adivinando apenas
los poderes del aire, las llaves submarinas.




Bella

Bella,
como en la piedra fresca
del manantial, el agua
abre un ancho relámpago de espuma,
así es la sonrisa en tu rostro,
bella.

Bella,
de finas manos y delgados pies
como un caballito de plata,
andando, flor del mundo,
así te veo,
bella.

Bella,
con un nido de cobre enmarañado
en tu cabeza, un nido
color de miel sombría
donde mi corazón arde y reposa,
bella.

Bella,
no te caben los ojos en la cara,
no te caben los ojos en la tierra.
Hay países, hay ríos
en tus ojos,
mi patria está en tus ojos,
yo camino por ellos,
ellos dan luz al mundo
por donde yo camino,
bella.

Bella,
tus senos son como dos panes hechos
de tierra cereal y luna de oro,
bella.

Bella,
tu cintura
la hizo mi brazo como un río cuando
pasó mil años por tu dulce cuerpo,
bella.

Bella,
no hay nada como tus caderas,
tal vez la tierra tiene
en algún sitio oculto
la curva y el aroma de tu cuerpo,
tal vez en algún sitio,
bella.

Bella, mi bella,
tu voz, tu piel, tus uñas,
bella, mi bella,
tu ser, tu luz, tu sombra,
bella,
todo eso es mío, bella,
todo eso es mío, mía,
cuando andas o reposas,
cuando cantas o duermes,
cuando sufres o sueñas,
siempre,
cuando estás cerca o lejos,
siempre,
eres mía, mi bella,
siempre.

Poemas Mario Benedetti

AHORA VALE LA PENA
Ahora vale la pena.
Dios
se quedó dormido.

Todos sabemos que esto
no es
definitivo
que es una suerte loca
quizá un breve
delirio.

Ahora vale la pena
vivir
aunque haga frío
aunque la tarde vuele.
O no vuele.
Es lo mismo.

Ahora sí
pero luego
si Dios no se despierta
qué pasará
dios mío.



TÁCTICA Y ESTRATEGIA
Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos

mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible

mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos

mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos

no haya telón
ni abismos

mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple
mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites


TE QUIERO
Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos

tus ojos son mi conjuro
contra la mala jornada
te quiero por tu mirada
que mira y siembra futuro

tu boca que es tuya y mía
tu boca no se equivoca
te quiero porque tu boca
sabe gritar rebeldía

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos

y por tu rostro sincero
y tu paso vagabundo
y tu llanto por el mundo
porque sos pueblo te quiero

y porque amor no es aureola
ni cándida moraleja
y porque somos pareja
que sabe que no está sola

te quiero en mi paraíso
es decir que en mi país
la gente viva feliz
aunque no tenga permiso

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos





TODAVÍA
No lo creo todavía
estás llegando a mi lado
y la noche es un puñado
de estrellas y de alegría

palpo gusto escucho y veo
tu rostro tu paso largo
tus manos y sin embargo
todavía no lo creo

tu regreso tiene tanto
que ver contigo y conmigo
que por cábala lo digo
y por las dudas lo canto

nadie nunca te reemplaza
y las cosas más triviales
se vuelven fundamentales
porque estás llegando a casa

sin embargo todavía
dudo de esta buena suerte
porque el cielo de tenerte
me parece fantasía

pero venís y es seguro
y venís con tu mirada
y por eso tu llegada
hace mágico el futuro

y aunque no siempre he entendido
mis culpas y mis fracasos
en cambio sé que en tus brazos
el mundo tiene sentido

y si beso la osadía
y el misterio de tus labios
no habrá dudas ni resabios
te querré más
todavía




ARCO IRIS
A veces
por supuesto
usted sonríe
y no importa lo linda
o lo fea
lo vieja
o lo joven
lo mucho
o lo poco
que usted realmente
sea

sonríe
cual si fuese
una revelación
y su sonrisa anula
todas las anteriores
caducan al instante
sus rostros como máscaras
sus ojos duros
frágiles
como espejos en óvalo
su boca de morder
su mentón de capricho
sus pómulos fragantes
sus párpados
su miedo

sonríe
y usted nace
asume el mundo
mira
sin mirar
indefensa
desnuda
transparente

y a lo mejor
si la sonrisa viene
de muy
de muy adentro
usted puede llorar
sencillamente
sin desgarrarse
sin desesperarse
sin convocar la muerte
ni sentirse vacía

llorar
sólo llorar

entonces su sonrisa
si todavia existe
se vuelve un arco iris.


Poemas de José Martí
Cultivo una Rosa Blanca

Cultivo una rosa blanca
En Junio como en Enero,
Para el amigo sincero,
Que me da su mano franca.

Y para el cruel que me arranca
El corazón con que vivo,
Cardo ni ortiga cultivo
cultivo una rosa blanca.


Versos Sencillos

Yo soy un hombre sincero
De donde crece la palma.
Y antes de morirme quiero
Echar mis versos del alma.
Yo vengo de todas partes,
Y hacia todas partes voy:
Arte soy entre las artes,
En los montes, monte soy.
Yo sé los nombres extraños
De las yerbas y las flores,
Y de mortales engaños,
Y de sublimes dolores.
Yo he visto en la noche oscura
Llover sobre mi cabeza
Los rayos de lumbre pura
De la divina belleza.
Alas nacer vi en los hombros
De las mujeres hermosas:
Y salir de los escombros
Volando las mariposas.
He visto vivir a un hombre
Con el puñal al costado,
Sin decir jamás el nombre
De aquella que lo ha matado.
Rápida, como un reflejo,
Dos veces vi el alma, dos:
Cuando murió el pobre viejo,
Cuando ella me dijo adiós.
Temblé una vez –en la reja,
A la entrada de la viña.—
Cuando la bárbara abeja
Picó en la frente a mi niña.
Gocé una vez, de tal suerte
Que gocé cual nunca: --cuando
La sentencia de mi muerte
Leyó el alcalde llorando.

Oigo un suspiro, a través
De las tierras y la mar,
Y no es un suspiro, --es
Que mi hijo va a despertar.
Si dicen que del joyero
Tome la joya mejor
Tomo a un amigo sincero
Y pongo a un lado el amor.
Yo he visto al águila herida
Volar al azul sereno,
Y morir en su guarida
La víbora del veneno.
Yo sé bien que cuando el mundo
Cede, lívido, al descanso,
Sobre el silencio profundo
Murmura el arroyo manso.
Yo he puesto la mano osada
De horror y júbilo yerta,
Sobre la estrella apagada
Que cayó frente a mi puerta.
Oculto en mi pecho bravo
La pena que me lo hiere:
El hijo de un pueblo esclavo
Vive por él, calla, y muere.
Todo es hermoso y constante,
Todo es música y razón,
Y todo, como el diamante,
Antes que luz es carbón.
Yo sé que el necio se entierra
Con gran lujo y con gran llanto,--
Y que no hay fruta en la tierra
Como la del camposanto.
Callo, y entiendo, y me quito
La pompa del rimador:
Cuelgo de un árbol marchito
Mi muceta de doctor.

V

Si ves un monte de espumas,
Es mi verso lo que ves:
Mi verso es un monte, y es
Un abanico de plumas.
Mi verso es como un puñal
Que por el puño echa flor:
Mi verso es un surtidor
Que da un agua de coral.
Mi verso es de un verde claro
Y de un carmín encendido:
Mi verso es un ciervo herido
Que busca en el monte amparo.
Mi verso al valiente agrada:
Mi verso, breve y sincero,
Es del vigor del acero
Con que se funde la espada.

X

El alma trémula y sola
Padece al anochecer:
Hay baile; vamos a ver
La bailarina española.
Han hecho bien en quitar
El banderón de la acera;
Porque si está la bandera,
No sé, yo no puedo entrar.
Ya llega la bailarina:
Soberbia y pálida llega:
¿Cómo dicen que es gallega?
Pues dicen mal: es divina.
Lleva un sombrero torero
Y una capa carmesí:
¡Lo mismo que un alelí!
Que se pusiese un sombrero!
Se ve, de paso, la ceja,
Ceja de mora traidora:
Y la mirada, de mora:
Y como nieve la oreja.
Preludian, bajan la luz,
Y sale en bata y mantón,
La virgen de la Asunción
Bailando un baile andaluz.
Alza, retando, la frente;
Crúzase al hombre la manta:
En arco el brazo levanta:
Mueve despacio el pie ardiente.
Repica con los tacones
El tablado zalamera,
Como si la tabla fuera
Tablado de corazones.
Y va el convite creciendo
En las llamas de los ojos,
Y el manto de flecos rojos
Se va en el aire meciendo.
Súbito, de un salto arranca:
Húrtase, se quiebra, gira:
Abre en dos la cachemira,
Ofrece la bata blanca.
El cuerpo cede y ondea;
La boca abierta provoca;
Es un rosa la boca:
Lentamente taconea.
Recoge, de un débil giro,
El manto de flecos rojos:
Se va, cerrando los ojos,
Se va, como en un suspiro...
Baila muy bien la española;
Es blanco y rojo el mantón:
¡Vuelve, fosca a su rincón,
El alma trémula y sola!

XI

Yo tengo un paje muy fiel
Que me cuida y que me gruñe,
Y al salir, me limpia y bruñe
Mi corona de laurel.
Yo tengo un paje ejemplar
Que no come, que no duerme,
Y que se acurruca a verme
Trabajar, y sollozar.
Salgo, y el vil se desliza
Y en mi bolsillo aparece;
Vuelvo, y el terco me ofrece
Una taza de ceniza.
Si duermo, al rayar el día
Se sienta junto a mi cama:
Si escribo, sangre derrama
Mi paje en la escribanía.
Mi paje, hombre de respeto,
Al andar castañetea:
Hiela mi paje, y chispea:
Mi paje es un esqueleto.

XVIII

Es rubia: el cabello suelto
Da más luz al ojo moro:
Voy, desde entonces, envuelto
En un torbellino de oro.
La abeja estival que zumba
Más ágil por la flor nueva,
No dice, como antes, "tumba":
"Eva" dice: todo es "Eva".
Bajo, en lo oscuro, al temido
Raudal de la catarata:
¡Y brilla el iris, tendido
Sobre las hojas de plata!
Miro, ceñudo, la agreste
Pompa del monte irritado;
¡Y en el alma azul celeste
Brota un jacinto rosado!
Voy, por el bosque, a paseo
A la laguna vecina:
Y entre las ramas la veo,
Y por el agua camina.
La serpiente del jardín
Silva, escupe, y se resbala
Por su agujero: el clarín
Me tiende, trinando, el ala.
¡Arpa soy, salterio soy
Donde vibra el Universo:
Vengo del sol, y al sol voy:
Soy el amor: soy el verso!

XII

Estoy en el baile extraño
De polaina y casaquín
Que dan, del año hacia el fin,
Los cazadores del año.
Una duquesa violeta
Va con un frac colorado:
Marca un vizconde pintado
El tiempo en la pandereta.
Y pasan las chupas rojas;
Pasan los tules de fuego,
Como delante de un ciego
Pasan volando las hojas.

XLV

Sueño con claustros de mármol
Donde en silencio divino
Los héroes, de pie, reposan:
¡De noche, a la luz del alma,
Hablo con ellos: de noche!
Están en fila: paseo
Entre las filas: las manos
De piedra les beso: abren
Los ojos de piedra: mueven
Los labios de piedra: tiemblan
Las barbas de piedra: empuñan
La espada de piedra: lloran:
¡Vibra la espada en la vaina!:
Mudo, les beso la mano.
Hablo con ellos, de noche!
Están en fila: paseo
Entre las filas: lloroso
Me abrazo a un mármol: "Oh mármol,
Dicen que beben tus hijos
Su propia sangre en las copas
Venenosas de sus dueños!
Que hablan la lengua podrida
De sus rufianes! que comen
Juntos el pan del oprobio,
En la mesa ensangrentada!!
Que pierden en lengua inútil
El último fuego!: ¡dicen,
Oh mármol, mármol dormido,
Que ya se ha muerto tu raza!"
Échame en tierra de un bote
El héroe que abrazo: me ase
Del cuello: barre la tierra
Con mi cabeza: levanta
El brazo, ¡el brazo le luce
Lo mismo que un sol!: resuena
La piedra: buscan el cinto
Las manos blancas: del soclo
Saltan los hombres de mármol!

XLVI

Vierte, corazón, tu pena
Donde no se llegue a ver,
Por soberbia, y por no ser
Motivo de pena ajena.
Yo te quiero, verso amigo,
Porque cuando siento el pecho
Ya muy cargado y deshecho,
Parto la carga contigo.
Tú me sufres, tú aposentas
En tu regazo amoroso,
Todo mi ardor doloroso,
Todas mis ansias y afrentas.

Tú, porque yo pueda en calma
Amar y hacer bien, consientes
En enturbiar tus corrientes
En cuanto me agobia el alma.
Tú, porque yo cruce fiero
La tierra, y sin odio, y puro,
Te arrastras, pálido y duro,
Mi amoroso compañero.
Mi vida así se encamina
Al cielo limpia y serena,
Y tú me cargas mi pena
Con tu paciencia divina.
Y porque mi cruel costumbre
De echarme en ti te desvía
De tu dichosa armonía
Y natural mansedumbre;
Porque mis penas arrojo
Sobre tu seno, y lo azotan,
Y tu corriente alborotan,
Y acá lívido, allá rojo,
Blanco allá como la muerte,
Ora arremetes y ruges,
Ora con el peso crujes
De un dolor más que tú fuerte.
¿Habré, como me aconseja
Un corazón mal nacido,
De dejar en el olvido
A aquel que nunca deja?
¡Verso, nos hablan de un Dios
A donde van los difuntos:
Verso, o nos condenan juntos,
O nos salvamos los dos!

Canto de Otoño

Bien; ya lo sé!: -la muerte está sentada
A mis umbrales: cautelosa viene,
Porque sus llantos y su amor no apronten
En mi defensa, cuando lejos viven
Padres e hijo.-al retornar ceñudo
De mi estéril labor, triste y oscura,
Con que a mi casa del invierno abrigo,
De pie sobre las hojas amarillas,
En la mano fatal la flor del sueño,
La negra toca en alas rematada,
Ávido el rostro, - trémulo la miro
Cada tarde aguardándome a mi puerta
En mi hijo pienso, y de la dama oscura
Huyo sin fuerzas devorado el pecho
De un frenético amor! Mujer más bella
No hay que la muerte!: por un beso suyo
Bosques espesos de laureles varios,
Y las adelfas del amor, y el gozo
De remembrarme mis niñeces diera!
...Pienso en aquél a quien el amor culpable
trajo a vivir, - y, sollozando, esquivo
de mi amada los brazos: - mas ya gozo
de la aurora perenne el bien seguro.
Oh, vida, adiós: - quien va a morir, va muerto.
Oh, duelos con la sombra: oh, pobladores
Ocultos del espacio: oh formidables
Gigantes que a los vivos azorados
Mueren, dirigen, postran, precipitan!
Oh, cónclave de jueces, blandos sólo
A la virtud, que nube tenebrosa,
En grueso manto de oro recogidos,
Y duros como peña, aguardan torvos
A que al volver de la batalla rindan
-como el frutal sus frutos-
de sus obras de paz los hombres cuenta,
de sus divinas alas!... de los nuevos
árboles que sembraron, de las tristes
lágrimas que enjugaron, de las fosas
que a los tigres y víboras abrieron,
y de las fortalezas eminentes
que al amor de los hombres levantaron!
¡esta es la dama, el Rey, la patria, el premio
apetecido, la arrogante mora
que a su brusco señor cautiva espera
llorando en la desierta espera barbacana!:
este el santo Salem, este el Sepulcro
de los hombres modernos:-no se vierta
más sangre que la propia! No se bata
sino al que odia el amor! Únjase presto
soldados del amor los hombres todos!:
la tierra entera marcha a la conquista
De este Rey y señor, que guarda el cielo!
...Viles: el que es traidor a sus deberes.
Muere como traidor, del golpe propio
De su arma ociosa el pecho atravesado!
¡Ved que no acaba el drama de la vida
En esta parte oscura! ¡Ved que luego
Tras la losa de mármol o la blanda
Cortina de humo y césped se reanuda
El drama portentoso! ¡y ved, oh viles,
Que los buenos, los tristes, los burlados,
Serán en la otra parte burladores!
Otros de lirio y sangre se alimenten:
¡Yo no! ¡yo no! Los lóbregos espacios
rasgué desde mi infancia con los tristes
Penetradores ojos: el misterio
En una hora feliz de sueño acaso
De los jueces así, y amé la vida
Porque del doloroso mal me salva
De volverla a vivi. Alegremente
El peso eché del infortunio al hombro:
Porque el que en huelga y regocijo vive
Y huye el dolor, y esquiva las sabrosas
Penas de la virtud, irá confuso
Del frío y torvo juez a la sentencia,
Cual soldado cobarde que en herrumbre
Dejó las nobles armas; ¡y los jueces
No en su dosel lo ampararán, no en brazos
Lo encumbrarán, mas lo echarán altivos
A odiar, a amar y a batallar de nuevo
En la fogosa y sofocante arena!
¡Oh! ¿qué mortal que se asomó a la vida
vivir de nuevo quiere? ...
Puede ansiosa
La Muerte, pues, de pie en las hojas secas,
Esperarme a mi umbral con cada turbia
Tarde de Otoño, y silenciosa puede
Irme tejiendo con helados copos
Mi manto funeral.
No di al olvido
Las armas del amor: no de otra púrpura
Vestí que de mi sangre.
Abre los brazos, listo estoy, madre Muerte:
Al juez me lleva!
Hijo!...Qué imagen miro? qué llorosa
Visión rompe la sombra, y blandamente
Como con luz de estrella la ilumina?
Hijo!... qué me demandan tus abiertos
Brazos? A qué descubres tu afligido
Pecho? Por qué me muestran tus desnudos
Pies, aún no heridos, y las blancas manos
Vuelves a mí?
Cesa! calla! reposa! Vive: el padre
No ha de morir hasta que la ardua lucha
Rico de todas armas lance al hijo!-
Ven, oh mi hijuelo, y que tus alas blancas
De los abrazos de la muerte oscura
Y de su manto funeral me libren!




BOSQUE DE ROSAS

Allí despacio te diré mis cuitas;
Allí en tu boca escribiré mis versos!—
Ven, que la soledad será tu escudo!
Pero, si acaso lloras, en tus manos
Esconderé mi rostro, y con mis lágrimas
Borraré los extraños versos míos.

Sufrir ¡tú a quien yo amo, y ser yo el casco
Brutal, y tú, mi amada, el lirio roto?
Oh, la sangre del alma, tú la has visto?
Tiene manos y voz, y al que la vierte
Eternamente entre la sombra acusa.
¡Hay crímenes ocultos, y hay cadáveres
De almas, y hay villanos matadores!
Al bosque ven: del roble más erguido
Un pilón labremos, y en el pilón
Cuantos engañen a mujer pongamos!

Esta es la lidia humana: la tremenda
Batalla de los cascos y los lirios!
Pues los hombres soberbios ¿no son fieras?
Bestias y fieras! Mira, aquí te traigo
Mi bestia muerta, y mi furor domado.—
Ven, a callar; a murmurar; al ruido
De las hojas de Abril y los nidales.
Deja, oh mi amada, las paredes mudas
De esta casa ahoyada y ven conmigo
No al mar que bate y ruge sino al bosque
De rosas que hay al fondo de la selva.
Allí es buena la vida, porque es libre—
Y la virtud, por libre, será cierta,
Por libre, mi respeto meritorio.
Ni el amor, si no es libre, da ventura.
¡Oh, gentes ruines, las que en calma gozan
De robados amores! Si es ajeno
El cariño, el placer de respetarlo
Mayor mil veces es que el de su goce;
Del buen obrar ¡qué orgullo al pecho queda
Y còmo en dulces lágrimas rebosa,
Y en extrañas palabras, que parecen
Aleteos, no voces! Y ¡qué culpa
La de fingir amor! Pues hay tormento
Como aquél, sin amar, de hablar de amores!
Ven, que allí triste iré, pues yo me veo!
Ven, que la soledad será tu escudo!




Poemas sor Juana Inés De La Cruz

ESTA TARDE MI BIEN

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba;

y Amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía:
pues entre el llanto, que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.

Baste ya de rigores, mi bien, baste:
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu inquietud contraste

con sombras necias, con indicios vanos,
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.


ESTE AMOROSO TORMENTO


Este amoroso tormento
que en mi corazón se ve,
se que lo siento y no se
la causa porque lo siento


Siento una grave agonía
por lograr un devaneo,
que empieza como deseo
y para en melancolía.

y cuando con mas terneza
mi infeliz estado lloro
se que estoy triste e ignoro
la causa de mi tristeza. "


Siento un anhelo tirano
por la ocasión a que aspiro,
y cuando cerca la miro
yo misma aparto la mano.
Porque si acaso se ofrece,
después de tanto desvelo
la desazona el recelo
o el susto la desvanece.

Y si alguna vez sin susto
consigo tal posesión
(cualquiera) leve ocasión
me malogra todo el gusto.

Siento mal del mismo bien
con receloso temor
y me obliga el mismo amor
tal vez a mostrar desdén.

DETENTE SOMBRA

Detente, sombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.

Si al imán de tus gracias, atractivo,
sirve mi pecho de obediente acero,
¿para qué me enamoras lisonjero
si has de burlarme luego fugitivo?

Mas blasonar no puedes, satisfecho,
de que triunfa de mí tu tiranía:
que aunque dejas burlado el lazo estrecho

que tu forma fantástica ceñía,
poco importa burlar brazos y pecho
si te labra prisión mi fantasía.

Poemas Octavio paz

Viento


Cantan las hojas,
bailan las peras en el peral;
gira la rosa,
rosa del viento, no del rosal.
Nubes y nubes
flotan dormidas, algas del aire;
todo el espacio
gira con ellas, fuerza de nadie.

Todo es espacio;
vibra la vara de la amapola
y una desnuda
vuela en el viento lomo de ola.

Nada soy yo,
cuerpo que flota, luz, oleaje;
todo es del viento
y el viento es aire siempre de viaje.

Entre Irse y Quedarse

Entre irse y quedarse duda el día,
enamorado de su transparencia.

La tarde circular es ya bahía:
en su quieto vaivén se mece el mundo.

Todo es visible y todo es elusivo,
todo está cerca y todo es intocable.

Los papeles, el libro, el vaso, el lápiz
reposan a la sombra de sus nombres.

Latir del tiempo que en mi sien repite
la misma terca sílaba de sangre.

La luz hace del muro indiferente
un espectral teatro de reflejos.

En el centro de un ojo me descubro;
no me mira, me miro en su mirada.

Se disipa el instante. Sin moverme,
yo me quedo y me voy: soy una pausa.

El Sediento

Por buscarme, Poesía, en ti me busqué:
deshecha estrella de agua,
se anegó en mi ser.
Por buscarte, Poesía,
en mí naufragué.

Después sólo te buscaba
por huir de mí:
¡espesura de reflejos
en que me perdí!

Mas luego de tanta vuelta
otra vez me vi:
el mismo rostro anegado
en la misma desnudez;
las mismas aguas de espejo
en las que no he de beber;
y en el borde del espejo,
el mismo muerto de sed.


Poemas Alfonsina Storni

Alma desnuda
Soy un alma desnuda en estos versos,
Alma desnuda que angustiada y sola
Va dejando sus pétalos dispersos.

Alma que puede ser una amapola,
Que puede ser un lirio, una violeta,
Un peñasco, una selva y una ola.

Alma que como el viento vaga inquieta
Y ruge cuando está sobre los mares,
Y duerme dulcemente en una grieta.

Alma que adora sobre sus altares,
Dioses que no se bajan a cegarla;
Alma que no conoce valladares.

Alma que fuera fácil dominarla
Con sólo un corazón que se partiera
Para en su sangre cálida regarla.

Alma que cuando está en la primavera
Dice al invierno que demora: vuelve,
Caiga tu nieve sobre la pradera.

Alma que cuando nieva se disuelve
En tristezas, clamando por las rosas
con que la primavera nos envuelve.

Alma que a ratos suelta mariposas
A campo abierto, sin fijar distancia,
Y les dice: libad sobre las cosas.

Alma que ha de morir de una fragancia
De un suspiro, de un verso en que se ruega,
Sin perder, a poderlo, su elegancia.

Alma que nada sabe y todo niega
Y negando lo bueno el bien propicia
Porque es negando como más se entrega.

Alma que suele haber como delicia
Palpar las almas, despreciar la huella,
Y sentir en la mano una caricia.

Alma que siempre disconforme de ella,
Como los vientos vagan, corre y gira;
Alma que sangra y sin cesar delira
Por ser el buque en marcha de la estrella.


Frente al mar
Oh mar, enorme mar, corazón fiero
De ritmo desigual, corazón malo,
Yo soy más blanda que ese pobre palo
Que se pudre en tus ondas prisionero.

Oh mar, dame tu cólera tremenda,
Yo me pasé la vida perdonando,
Porque entendía, mar, yo me fui dando:
«Piedad, piedad para el que más ofenda».

Vulgaridad, vulgaridad me acosa.
Ah, me han comprado la ciudad y el hombre.
Hazme tener tu cólera sin nombre:
Ya me fatiga esta misión de rosa.

¿Ves al vulgar? Ese vulgar me apena,
Me falta el aire y donde falta quedo,
Quisiera no entender, pero no puedo:
Es la vulgaridad que me envenena.

Me empobrecí porque entender abruma,
Me empobrecí porque entender sofoca,
¡Bendecida la fuerza de la roca!
Yo tengo el corazón como la espuma.

Mar, yo soñaba ser como tú eres,
Allá en las tardes que la vida mía
Bajo las horas cálidas se abría...
Ah, yo soñaba ser como tú eres.

Mírame aquí, pequeña, miserable,
Todo dolor me vence, todo sueño;
Mar, dame, dame el inefable empeño
De tornarme soberbia, inalcanzable.

Dame tu sal, tu yodo, tu fiereza.
¡Aire de mar!... ¡Oh, tempestad! ¡Oh enojo!
Desdichada de mí, soy un abrojo,
Y muero, mar, sucumbo en mi pobreza.

Y el alma mía es como el mar, es eso,
Ah, la ciudad la pudre y la equivoca;
Pequeña vida que dolor provoca,
¡Que pueda libertarme de su peso!

Vuele mi empeño, mi esperanza vuele...
La vida mía debió ser horrible,
Debió ser una arteria incontenible
Y apenas es cicatriz que siempre duele.



Esta tarde
Ahora quiero amar algo lejano...
Algún hombre divino
Que sea como un ave por lo dulce,
Que haya habido mujeres infinitas
Y sepa de otras tierras, y florezca
La palabra en sus labios, perfumada:
Suerte de selva virgen bajo el viento...

Y quiero amarlo ahora. Está la tarde
Blanda y tranquila como espeso musgo,
Tiembla mi boca y mis dedos finos,
Se deshacen mis trenzas poco a poco.

Siento un vago rumor... Toda la tierra
Está cantando dulcemente... Lejos
Los bosques se han cargado de corolas,
Desbordan los arroyos de sus cauces
Y las aguas se filtran en la tierra
Así como mis ojos en los ojos
Que estoy sonañdo embelesada...

Pero
Ya está bajando el sol de los montes,
Las aves se acurrucan en sus nidos,
La tarde ha de morir y él está lejos...
Lejos como este sol que para nunca
Se marcha y me abandona, con las manos
Hundidas en las trenzas, con la boca
Húmeda y temblorosa, con el alma
Sutilizada, ardida en la esperanza
De este amor infinito que me vuelve
Dulce y hermosa...






Poemas de Oliverio Girondo


Ella

Es una intensísima corriente
un relámpago ser de lecho
una dona mórbida ola
un reflujo zumbo de anestesia
una rompiente ente florescente
una voraz contráctil prensil corola entreabierta
y su rocío afrodisíaco
y su carnalesencia
natal
letal
alveolo beodo de violo
es la sed de ella ella y sus vertientes lentas entremuertes que
estrellan y disgregan
aunque Dios sea su vientre
pero también es la crisálida de una inalada larva de la nada
una libélula de médula
una oruga lúbrica desnuda sólo nutrida de frotes
un chupochupo súcubo molusco
que gota a gota agota boca a boca
la mucho mucho gozo
la muy total sofoco
la toda ¡shock! tras ¡shock!
la íntegra colapso
es un hermoso síncope con foso
un ¡cross! de amor pantera al plexo trópico
un ¡knock out! técnico dichoso
si no un compuesto terrestre de líbido edén infierno
el sedimento aglutinante de un precipitado de labios
el obsesivo residuo de una solución insoluble
un mecanismo radioanímico
un terno bípedo bullente
un ¡robot! hembra electroerótico con su emisora de delirio
y espasmos lírico-dramáticos
aunque tal vez sea un espejismo
un paradigma
un eromito
una apariencia de la ausencia
una entelequia inexistente
las trenzas náyades de Ofelia
o sólo un trozo ultraporoso de realidad indubitable
una despótica materia
el paraíso hecho carne
una perdiz a la crema.


¡TODO ERA AMOR!

¡Todo era amor... amor!
No había nada más que amor.
En todas partes se encontraba amor.
No se podía hablar más que de amor.
Amor pasado por agua, a la vainilla,
amor al portador, amor a plazos.
Amor analizable, analizado.
Amor ultramarino.
Amor ecuestre.
Amor de cartón piedra, amor con leche...
lleno de prevenciones, de preventivos;
lleno de cortocircuitos, de cortapisas.
Amor con una gran M, con una M mayúscula,
chorreado de merengue,
cubierto de flores blancas...
Amor espermatozoico, esperantista.
Amor desinfectado, amor untuoso...
Amor con sus accesorios, con sus repuestos;
con sus faltas de puntualidad, de ortografía;
con sus interrupciones cardíacas y telefónicas.
Amor que incendia el corazón de los orangutanes,
de los bomberos.
Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas,
que arranca los botones de los botines,
que se alimenta de encelo y de ensalada.
Amor impostergable y amor impuesto.
Amor incandescente y amor incauto.
Amor indeformable. Amor desnudo.
Amor amor que es, simplemente, amor.
Amor y amor... ¡y nada más que amor!







Cansancio

Y de los replanteos
y recontradicciones
y reconsentimientos sin o con sentimiento cansado
y de los repropósitos
y de los reademanes y rediálogos idénticamente bostezables
y del revés y del derecho
y de las vueltas y revueltas y las marañas y recámaras y remembranzas y remembranas de pegajosísimos labios
y de lo insípido y lo sípido de lo remucho y lo repoco y lo remenos
recansado de los recodos y repliegues y recovecos y refrotes de lo remanoseado y relamido hasta en sus más recónditos reductos
repletamente cansado de tanto retanteo y remasaje
y treta terca en tetas
y recomienzo erecto
y reconcubitedio
y reconcubicórneo sin remedio
y tara vana en ansia de alta resonancia
y rato apenas nato ya árido tardo graso dromedario
y poro loco
y parco espasmo enano
y monstruo torvo sorbo del malogro y de lo pornodrástico
cansado hasta el estrabismo mismo de los huesos
de tanto error errante
y queja quena
y desatino tísico
y ufano urbano bípedo hidefalo
escombro caminante
por vicio y sino y tipo y líbido y oficio
recansadísimo
de tanta tanta estanca remetáfora de la náusea
y de la revirgísima inocencia
y de los instintitos perversitos
y de las ideítas reputitas
y de las ideonas reputonas
y de los reflujos y resacas de las resecas circunstancias
desde qué mares padres
y lunares mareas de resonancias huecas
y madres playas cálidas de hastío de alas calmas
sempiternísimamente archicansado
en todos los sentidos y contrasentidos de lo instintivo o sensitivo tibio
remeditativo o remetafísico y reartístico típico
y de los intimísimos remimos y recaricias de la lengua
y de sus regastados páramos vocablos y reconjugaciones y recópulas
y sus remuertas reglas y necrópolis de reputrefactas palabras
simplemente cansado del cansancio
del harto tenso extenso entrenamiento al engusanamiento
y al silencio

martes, 3 de marzo de 2009

FIGURAS RETÒRICAS QUE SE USAN EN LITERATURA


FIGURAS DE SIGNIFICACIÓN O TROPOS

Antítesis y oxímoron


En la antítesis se produce aproximación de dos palabras, frases, cláusulas u oraciones de significado opuesto, con el fin de enfatizar el contraste de ideas o sensaciones. Ejemplo de antítesis son los siguientes versos de Lope de Vega, en un poema que se refiere a la dificultad de consolar a un desdichado: "Fuego es el agua, el céfiro pesado,/ sierpes las flores, arenal el prado". En el oxímoron se produce conjunción de opuestos, como ocurre con el adjetivo "agridulce". Es también el caso de la "música callada" de san Juan de la Cruz. La palabra oxímoron es, ella misma, un oxímoron, ya que deriva del griego oxys, que significa ‘agudo’, y moron, que significa romo.


Antonomasia

Esta figura consiste en servirse de un adjetivo —que funciona como apelativo— o de una perífrasis que sustituyen a un nombre propio, partiendo de la idea de que le corresponde de manera incuestionable. Está muy relacionada con la metonimia y la sinécdoque, dado que implica una relación en la que lo específico (el individuo) es identificado mediante una fórmula genérica (la especie). Así, por ejemplo, Simón Bolívar es el Libertador; Jesucristo es llamado el Salvador; Aristóteles, el Estagirita; Alfred Hitchcock, el maestro del suspense. La antonomasia también incluye el procedimiento contrario: muchos nombres propios se han convertido en representación de los atributos del personaje originario y se utilizan como sustantivos comunes. En este caso, lo genérico es sustituido por lo individual. Así ocurre con ‘donjuán’, ‘quijote’, ‘celestina’, ‘hércules’, ‘tarzán’.


Comparación o símil


El símil establece un vínculo entre dos clases de ideas u objetos, a través de la conjunción comparativa ‘como’: "tu cabello sombrío/ como una larga y negra carcajada" (Ángel González); ‘cual’ y fórmulas afines como ‘tal’, ‘semejante’, ‘así’; flexiones del verbo ‘parecer’, ‘semejar’ o ‘figurar’. También deben tenerse en cuenta aquellos términos que indican parentesco o imitación. Entre otros ejemplos, se encuentra el tópico literario clásico del "sueño hermano de la muerte"; los versos de Luis de Góngora "Negro el cabello, imitador undoso/ de las obscuras aguas del Leteo"; o los de Francisco de Rioja "Pura, encendida rosa,/ émula de la llama que sale con el día". La aposición también puede establecer una relación comparativa, como en este texto de Jorge Luis Borges: "esa ráfaga, el tango, esa diablura".


Concepto


Metáfora elaborada, a menudo extravagante, que establece una analogía entre cosas totalmente disímiles. El uso de conceptos es especialmente característico de la poesía metafísica inglesa del siglo XVII y ha dado el nombre al conceptismo español (véase Barroco: Culteranismo y conceptismo), representado especialmente por Francisco de Quevedo y por Baltasar Gracián. La imagen de la ‘plaga’ le sirve a Quevedo para hacer una analogía entre langostas y letrados: "y todos se gradúan de doctores, bachilleres, licenciados y maestros, más por los mentecatos con quien tratan, que por las universidades; y valiera más a España langosta perpetua que licenciados al quitar".


Eufemismo


Sustitución de un término o frase que tiene connotaciones desagradables o indecorosas por otros más delicados o inofensivos. Puede rozar a veces el lenguaje pretencioso o lisa y llanamente cursi, tendencia que el mismo Quevedo ridiculiza en La culta latiniparla (llamar "calendas purpúreas" a la menstruación). Tiene también connotaciones irónicas, como cuando designa ese lugar "donde la espalda pierde su honesto nombre". Sirve, en muchos casos, como refuerzo de la doble moral y atenuación de los prejuicios: "una mujer de color" (negra); "la tercera edad" (la vejez). Una fórmula heredada de la edad media para designar la homosexualidad, el "pecado nefando" (el pecado que no debe mencionarse), se convirtió en el amor que no osa decir su nombre (Oscar Wilde) o el "amor oscuro" (Federico García Lorca).


Hipérbole y lítotes


La hipérbole consiste en exagerar los rasgos de una persona o cosa, ya por exceso ("veloz como el rayo" o "Érase un hombre a una nariz pegado", Francisco de Quevedo), ya por defecto ("más lento que una tortuga" o "¿Qué me importaban sus labios por entregas...?", Oliverio Girondo), y que lleva implícita una comparación o una metáfora.

Las lítotes (o lítote o lítotes), también llamada atenuación, consiste en decir menos para decir más. El procedimiento de la disminución es complementario del aumento propio de la hipérbole. Es muy frecuente en la lítotes el recurso de la negación: "no fue poco lo que hablaron" o, como en el siguiente ejemplo de Miguel de Cervantes: "Vio (D. Quijote) no lejos del camino una venta que fue como si viera una estrella que no a los portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba". A veces la entonación marca el énfasis de las lítotes. Después de una enumeración de esfuerzos y actividades realizadas, el emisor pregunta: "¿Te parece poco?", con lo que se aproxima a la ironía.
Utilizamos Hipérbole, para exageración.
Ejemplo: Era una mujer, tan pero, tan, pero, tan que les llamaban Campana.


Metonimia y sinécdoque


Uso de una palabra o frase por otra con la que tiene una relación de contigüidad, como el efecto por la causa (la "dolorosa", por la cuenta que hay que pagar), lo concreto por lo abstracto ("unos nacen con estrella..."), el instrumento por la persona que lo utiliza ("una de las mejores plumas del país" por un escritor determinado) y otras construcciones similares. Borges cita dos ejemplos de Lugones: "áridos camellos" y "lámparas estudiosas", y uno de Virgilio: "Ibant obscuri sola sub nocte per umbras" (Iban oscuros bajo la noche sola entre las sombras). En todos ellos puede hablarse de desplazamientos metonímicos. El efecto metonímico puede observarse en los cuadros del pintor Giuseppe Arcimboldo, en los que cada personaje es retratado a través de los objetos que representan su función: el busto de El bibliotecario está formado por libros, por ejemplo.

Mientras que la metonimia se rige por relaciones de contigüidad, en la sinécdoque dominan las de inclusión: el todo por la parte, la parte por el todo, la especie por el género y viceversa, el singular por el plural. Puede estudiarse, como todas las demás figuras, en otras artes y no sólo en la literatura: la mano que aprieta el gatillo (es una parte del todo, persona), los pies suspendidos del ahorcado.


Paradoja


Enunciado que resulta absurdo para el sentido común o para las ideas preconcebidas. Ejemplos: "vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos" (Quevedo); "murió mi eternidad/ y estoy velándola" (César Vallejo).
Utilizamos Paradoja, para contradecir ideas.
Ejemplo: ¡Naciste hoy para morid mañana! ¿Para qué viniste al Mundo?

Personificación


Representación de objetos inanimados o ideas abstractas como seres vivientes. Es frecuente en la fábula. Hay personificación en: "La memoria tocará las palabras que te oí" (Andrés Sánchez Robayna) y en "Como una mariposa/ la viola apenas viola/ el reposo del aire (Ángel González).


Sinestesia


La sinestesia consiste en la unión de dos imágenes que pertenecen a diferentes mundos sensoriales, como "verde chillón", donde lo visual se une con lo auditivo. Algunos estudiosos la consideran una variante de la metáfora.


FIGURAS DE DICCIÓN


Calambur


Se produce cuando las sílabas de una o más palabras agrupadas de otra manera dan un significado diferente y hasta contradictorio. Además de su uso literario también se utiliza mucho en retahílas, adivinanzas y juegos de palabras, propios del lenguaje oral, como "Y lo es, y lo es, quien no lo adivine tonto es" (Hilo es, hilo es...); "Lana sube, lana baja" (la navaja). Un ejemplo literario se encuentra en la frase mordaz que utilizó Francisco de Quevedo para referirse a Lope de Vega: "A este Lopico" (A éste, lo pico).


Metátesis


Es una figura en la preceptiva tradicional y se produce cuando un sonido cambia de lugar en una palabra. También es un fenómeno frecuente en el habla vulgar, como "Grabiel" por Gabriel o "cocreta" por croqueta. Esta transposición era muy frecuente en latín vulgar y a ella se deben muchas voces del léxico español: así, la palabra latina perículu (m) en latín vulgar era periglo, y ésta en castellano derivó, por metátesis, en peligro; el mismo fenómeno se produjo en spatula (m) > espadla > espalda.


Paragoge


Se considera figura retórica, licencia métrica o expresión coloquial y consiste en añadir un sonido al final de una palabra, así "huéspede" por huésped. Entre otros ejemplos literarios pueden citarse el "Ay mísero de mí/ay infelice" de Calderón de la Barca y los siguientes versos de un texto medieval: "De las dos hermanas, dose,/ ¡válame la gala de la menore!". En español, la paragoge ha sido muy utilizada para la incorporación de vocablos extranjeros que acababan en una consonante extraña en esa posición. así, de club, ‘clube’; de telephon, ‘teléfono’; de diskett, ‘disquete’. A veces, no obstante, se producen incorrecciones tratando de seguir esta tendencia de la lengua española y es considerado un vulgarismo decir ‘fraque’ por frac.


Paronomasia


Combinación de palabras que tienen una fonética parecida pero un significado distinto; por ejemplo, este verso de Francisco de Quevedo: "Con dados ganan condados". Es un recuso muy utilizado en adivinanzas, retahílas, cuentos tradicionales y chistes: "Poco a poco hila la vieja el copo".


FIGURAS DE REPETICIÓN

Anáfora


La anáfora consiste en repetir una o varias palabras al principio de una frase, o de varias, para conseguir efectos sonoros o remarcar una idea. Sirvan como ejemplos de las dos posibilidades una canción de corro: "Bate, bate, chocolate,/ con harina y con tomate"; y un poema de Miguel Hernández: "Menos tu vientre/ todo es confuso./ Menos tu vientre/ todo es futuro/ fugaz, pasado/ baldío, turbio. Menos tu vientre/ todo inseguro,/ todo postrero/ polvo sin mundo./ Menos tu vientre/ todo es oscuro,/ menos tu vientre/ claro y profundo". En los siguientes versos de Fuenteovejuna de Lope de Vega, puestos en boca de Laurencia, el énfasis anafórico se acentúa mediante el recurso enumerativo y el clímax implícito en los sustantivos utilizados: "Dadme unas armas a mí, pues sois piedras, pues sois bronces, pues sois jaspes, pues sois tigres...".
Utilizamos Anáfora, para combinación repetitiva.
Ejemplo: Azul es el cielo, azul es el mar, azul son tus ojos rodeados de alta mar.



Apóstrofe


Mediante el apóstrofe, el hablante interrumpe el discurso para dirigirse a una persona ausente o muerta, a un objeto inanimado, a una idea abstracta, a quienes lo escuchan o leen o a sí mismo. Es frecuente, por tanto, en la plegaria, en los soliloquios o monólogos, en las invocaciones, como en el siguiente ejemplo de Gustavo Adolfo Bécquer: "Olas gigantes que os rompéis bramando/ En las playas desiertas y remotas,/ En las playas desiertas y remotas,/ Llevadme con vosotras".


Clímax y anticlímax


El clímax o gradatio consiste en disponer palabras, cláusulas o periodos según su orden de importancia o según un criterio de gradación ascendente. Es frecuente en las enumeraciones, como en esta estrofa de César Vallejo: "Y todavía,/ aun ahora,/ al cabo del cometa en que he ganado/ mi bacilo feliz y doctoral,/ he aquí que caliente, oyente, tierro, sol y luno,/ incógnito atravieso el cementerio,/ tomo a la izquierda, hiendo/ la yerba con un par de endecasílabos,/ años de tumba, litros de infinito,/ tinta, pluma, ladrillos y perdones".

En el anticlímax o degradatio se da una serie de ideas que abruptamente disminuye en dignidad e importancia al final de un periodo o pasaje, generalmente para lograr un efecto satírico. Como ilustración del anticlímax valga el siguiente fragmento de Enrique Jardiel Poncela hablando de sí mismo en Amor se escribe sin hache: "Gano mi dinero honradamente, con el trabajo de mi cerebro, lo cual es poco frecuente entre gente de pluma (literatos y avestruces)".


Exclamación


Forma del lenguaje que expresa una emoción intensa como el temor, el dolor o la sorpresa. Se distingue por la entonación a la que normalmente acompañan, aunque no siempre, los signos exclamativos. De Vicente Aleixandre, que ha expresado el valor interjectivo del lenguaje poético, son estos versos: "¡Quién un beso pusiera en esa piedra,/ piedra tranquila que espesor de siglos/ es a una boca!/ ¡Besa, besa! ¡Absorbe!". A Alejandra Pizarnik pertenece el ejemplo siguiente, donde se han eliminado los signos pero su entonación es claramente exclamativa: "Oh ayúdame a escribir el poema más prescindible/ el que no sirva ni para ser inservible/ ayúdame a escribir palabras/ en esta noche/ en este mundo".


Interrogación


La interrogación, desde el punto de vista retórico, es aquella que no se realiza para obtener información sino para afirmar con mayor énfasis la respuesta contenida en la pregunta misma o, en otros casos, la ausencia o imposibilidad de respuesta. Muy frecuente en la poesía de Juan Gelman, como lo demuestran estos versos del poema "Cartas": "¿hay caballos para derrotar al enemigo?/ el que vivió 5 días/ ¿no es un caballo para derrotar al enemigo?/ ¿no está galopando o corriendo ahora entre tus brazos y mis brazos, amada?".


Onomatopeya


Imitación con palabras de sonidos naturales: frufrú, tictac, tintineo. La armonía imitativa es una figura próxima a la onomatopeya y a la aliteración (ver Versificación) y permite reproducir ciertos efectos auditivos y hasta emotivos mediante la repetición de determinados fonemas. Un buen ejemplo de armonía imitativa y onomatopeya es el poema representable de Rafael Alberti "Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca".
Utilizamos Onomatopeya, imita los sonidos por la fonética del lenguaje.
Ejemplo: En el silencio de la noche se escuchaban los pitos de los grillos.


FIGURAS DE CONSTRUCCIÓN

Anacoluto


Consiste en abandonar la construcción sintáctica con la que se iniciaba una frase y pasar a otra porque en ese momento ha surgido una idea que se ha hecho dominante, con la consecuencia de una falta de coherencia gramatical. Fue un recurso muy utilizado en la literatura clásica por su expresividad y también es muy frecuente en el lenguaje coloquial: "Yo, no tienes razón porque...", dice alguien en un coloquio al tomar la palabra y expresar su opinión. La frase sintácticamente correcta sería: "Yo no estoy de acuerdo contigo porque...", pero con el anacoluto llama la atención del interlocutor sobre su persona y lo predispone a que lo escuche. Constituye un ejemplo literario esta estrofa de Jorge Manrique: "Aquel de buenos abrigo/ amado por virtüoso/ de la gente,/ el maestre don Rodrigo/ Manrique, tanto famoso/ y tan valiente,/ sus grandes hechos y claros/ no cumple que los alabe,/ pues los vieron,/ ni los quiero hacer caros,/ pues el mundo todo sabe/ cuáles fueron". En esta oración en verso, la frase "Aquel de buenos amigos", que se anuncia como sujeto, seguida de complementos y aposición, queda sin verbo, y se inicia otra cláusula que pone el acento en los "grandes hechos y claros" para dar paso al yo del poeta que, sirviéndose del tópico de la modestia, declara que no hace falta alabarlos ni encarecerlos.


Asíndeton y polisíndeton


Tanto el asíndeton como el polisíndeton podrían también ser incluidos dentro de las figuras de repetición. El asíndeton consiste en eliminar nexos sintácticos, generalmente conjunciones, entre términos que deberían ir unidos. Se usa mucho en el lenguaje literario y coloquial y produce un efecto de rapidez. Un ejemplo de asíndeton muy conocido es la frase de Julio César: Veni, vidi, vici (Vine, vi, vencí).

El polisíndeton, por el contrario, consiste en repetir conjunciones con el fin de dar más expresividad a la frase. Se usa mucho en los cuentos tradicionales e infantiles: "Cuando Alí Babá entró en la cueva quedó maravillado ante tantas riquezas: había monedas de oro y brillantes y ricas sedas y perlas y zafiros...". Según la Real Academia de la Lengua, la construcción polisindética implica una intensificación creciente de sumandos.
Utilizamos Polisíndeton, cuando abusamos de la conjunción.
Ejemplo: Iré a Lidomespa, y le preguntaré y le reclamaré y le pediré que me entregue y me iré luego y compraré un libro de Pablo Neruda.
Utilizamos Asíndeton, cuando suprimimos la conjunción.
Ejemplo: Iré a Lidomespa, le preguntaré, le pediré que me integre, luego me marcharé



Hipérbaton


Alteración del orden lógico de los términos en una oración (gramática). Suele usarse más en la lengua escrita que en la oral. Esta figura retórica es muy utilizada en el lenguaje literario, especialmente en la poesía y, sobre todo, por razones métricas y rítmicas, como en este verso endecasílabo de Garcilaso de la Vega: "de verdes sauces hay una espesura". El orden lógico ("hay una espesura de verdes sauces") no modifica la cantidad de sílabas pero hace que se pierda el acento normativo en la sexta sílaba —"hay" en el verso original— (véase Versificación). Desde el punto de vista semántico, el verso así dispuesto anticipa al lector la imagen visual de los sauces que forman la espesura. El hipérbaton es una figura muy frecuente, además, en la literatura barroca y en aquellos poetas que intentan reproducir el orden de la sintaxis latina.
Utilizamos Hipérbaton, para trastornar el orden de las sintaxis.
Ejemplo: ¡Volverás los perros a ladrar en tu balcón, sus collares a colgar.



Pleonasmo


Esta figura consiste en utilizar palabras innecesarias, es decir, que no añaden información a la frase, con el fin de enfatizar o realzar una idea, como: "lo vi con mis propios ojos", aunque a veces es una incorrección lingüística: "subir arriba".

Es un recurso muy utilizado en literatura, como "De los sus ojos tan fuertemiente llorando", primer verso del Cantar de mío Cid que enfatiza el llanto del héroe al abandonar su casa camino del destierro.
Utilizamos Pleonasmo, cuando interpretamos palabras innecesarias.
Ejemplo: Subí para arriba, bajé para abajo, entre otras.



Quiasmo


El nombre de esta figura deriva de la letra griega ji, cuya grafía se parece a la de la equis, y consiste en presentar de manera cruzada dos ideas paralelas e invertidas. Siempre son cuatro elementos que se corresponden como los puntos extremos de un aspa: "Cuando tenía hambre, no tenía comida y ahora que tengo comida, no tengo hambre".


Zeugma


Construcción sintáctica que consiste en utilizar una sola vez una palabra, aunque ésta se refiera a otras más del periodo. Un ejemplo de zeugma es el retrato que Miguel de Cervantes hace de Alonso Quijada en el primer capítulo de Don Quijote de la Mancha: "Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza". La forma verbal "era", usada una sola vez con la frase "de complexión recia", está implícita en todos los rasgos que describen (y definen) al personaje.

Existe también el zeugma llamado complejo: al final de una serie de elementos del mismo nivel sintáctico se introduce una función gramatical diferente, que actúa como factor sorpresivo y de ruptura. El cuento "No se culpe a nadie", de Julio Cortázar, se cierra con un zeugma complejo: "...un aire fragoroso que te envuelva y te acaricie y doce pisos".

Prosopopeya


La atribución de propiedades humanas a seres inanimados, abstractos o imaginarios: El río Duero sonríe (G. Diego).

Gradación


La sucesión de conceptos ordenados de menor a mayor, procediendo de uno en uno: es hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo. Aleixandre.

Aliteración


Es la repetición de sonidos (fonemas) o palabras en un verso o estrofa: ruido que rueda ... sonido silbante que suena.

Retruécano


Es la inversión de las mismas palabras de una frase en la siguiente: Cuando pitos, flautas, cuando flautas, pitos. (Góngora).

Paralelismo


Es un recurso antiguo, muy profuso en la Biblia, que consiste en mantener la misma estructura en dos o más frases o versos seguidos: a esperar que se caigan los ramos, / a esperar que se quiebren ellos solos.

Metáfora


Es el tropo por semejanza.

Del gr. meta = más allá y fero = llevar. La metáfora: traslación. Es una imagen, una comparación. Consiste en la sustitución de una palabra por otra, en función de la relación de semejanza objetiva que existe entre ambas, por semejanza de orden físico, moral, valorativo o espiritual. Traslada el significado de una palabra, de una cosa a otra, por el parecido, por la semejanza que tienen: Oro el cabello, por la cualidad de ser brillante y amarillo. Es una comparación abreviada; comparación que no se indica, se realiza en el espíritu.

Onomatopeya


Imitación con palabras de sonidos naturales: frufrú, tictac, tintineo. La armonía imitativa es una figura próxima a la onomatopeya y a la aliteración y permite reproducir ciertos efectos auditivos y hasta emotivos mediante la repetición de determinados fonemas
Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca’ (poema de Rafael Alberti)
BIBLIOGRAFÌA
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